Hace exactamente ocho meses y una
semana llegó Giulia a este mundo y hace más de siete meses que no escribo
ningún post. Los motivos de la “para” han sido varios y diversos: por un lado
me quedé sin computadora (larga y triste historia), por el otro me ganó el
parto y luego, ya con Giulia acá, me ganó el tiempo (y me faltó inspiración).
De hecho este post lo empecé a
escribir el 15 de diciembre de 2012 en la madrugada, en un momento de insomnio
(y de cólera, debo admitir…y ese era (es) justo el motivo del post) y en la
computadora de mi mamá (porque ya la mía la había llevado a reparar), con la
idea de poder capturar lo que sentía en ese momento, cuando mi fecha de parto
ya se había pasado y todo el mundo –menos yo- estaba desesperado porque llegue
Giulia. Felizmente, mientras empezaba a escribir esa madrugada, una voz
interior muy sabia me dijo “mejor para que si resulta que das a luz más tarde
vas a estar muerta para el trabajo de parto” y, muy obediente yo, apagué la
computadora. Ese mismo día di a luz.
Desde ese día, y a partir del
quinto mes de Giulia, he tratado de escribir este post al menos 5 veces. No pude.
No quedaba como quería, no lograba transmitir lo que sentí en esas últimas
semanas de lo que ha sido una de las mejores experiencias de mi vida.
Hoy vuelvo a tratar y espero –esta
vez si- poder resucitar mis emociones de esos días luego de pasada mi fecha
prevista de parto (felizmente tengo algunos mails que me van a ayudar a
recordar) para así poder terminar, con este post y uno más, el recuento de esta
espera tan maravillosa.
Por alguna extraña razón que
todavía no he investigado, Perú es el único lugar donde se dice que las
primerizas “se adelantan”, o sea, que paren antes de tiempo (en el resto del
mundo se dice -y las estadísticas más recientes lo corroboran- que las mujeres
embarazadas de su primer hijo se atrasan en dar a luz). Por eso, desde que pasa
la semana 37 que es cuando el bebé ya está “listo” (léase, ya no sería
prematuro) uno como que empieza a sentir que “ya, en cualquier momento es” y
como que espera que algo pase… Pues en mi caso no pasó mucho, no dilaté, no
tuve contracciones (ni de verdad, ni de mentira ni de ningún tipo), no se
encajó la bebe, no se posicionó el cuello del útero, nada… sólo se me cayó el
tapón (pero eso es algo que puede suceder el día anterior al parto o semanas
antes, de hecho, a mí se me cayó dos veces antes de dar a luz).
Ya me habían dicho varias
personas que una de las cosas que generan más ansia en la última etapa del
embarazo (además de los dolores de todo y el hartazgo generalizado, ambas cosas
que nunca sentí felizmente) era el constante “¿ya?”, “¿qué, sigues embarazada?,
“¿todavía no das a luz?”, etc. Felizmente, en mi caso no fue así. En medio de
todo, fueron pocos los comentarios y los que tuve no me fastidiaron. La mayoría
fueron simpáticos y casi siempre los consideré hasta piropos porque venían
acompañados de gestos de sorpresa por mi buen estado físico y de ánimo. Ya
hasta habían apuestas sobre qué día llegaría Giulia (de hecho, hasta ahora le
debo un helado a la ganadora, mi doula, que decidió basarse en las estadísticas
más recientes y apostar porque Giulia nacía a la semana 40 más 5 días). Por
otro lado, la gente que me veía en persona normalmente no podía creer que me
faltara tan poco para dar a luz o que estuviera en un bar un día antes de mi
supuesta fecha de parto, bien suelta de huesos. O sea que por ese lado, pasamos
piola.
Una cosa que si me daba un poco
de cólera eran las afirmaciones (principalmente provenientes de las más
antiguas generaciones limeñas que obviamente estaban convencidas que me tenía
que adelantar) que decían que mi doctor se había “equivocado” en calcular la
fecha de parto porque “NO PODÍA SER” que todavía no hubiese parido y que no
sintiera ni media contracción. Al principio me mataba diciéndoles -o diciéndole
a mi mamá que les diga- que no se habían equivocado nada y que es lo normal y
todo el demás discurso. Al final ya me daba más risa que cólera.
Si me preguntaran qué fue lo peor
de la espera de las últimas semanas, diría que en cuanto al embarazo en sí
mismo, casi nada. Tuve la suerte de estar 100% operativa hasta el final. Caminé
como loca hasta el último día (quizás por eso el caminar no tenía ningún efecto
en iniciar el trabajo de parto, porque lo había hecho durante todo el embarazo),
podía comer de todo (en las noches si me cuidaba para no estar tan pesada),
nunca anduve como pato (justamente porque Giulia nunca encajó), en verdad,
hubiera podido seguir embarazada un buen rato más. Lo único que si fue un poco
fastidioso fue tener que ir TODOS los días al consultorio a que me chequeen y
tener que recibir hierro intravenoso porque a mi nuevo doctor (¡ah si, olvidé
mencionar que cambié de doctor en la semana 38!) si le importaba que mi nivel
de hierro fuera alto como antes del embarazo (yo sabía que no era necesario –a mi
anterior doctor no le importaba- que fuese así, pero como el doctor aceptó
varios de mis pedidos para el momento del parto, no me molestó el tema del
hierro…no se pueden ganar todas las batallas). Lo del hierro si causó molestias
físicas que me hubiera gustado ahorrarme y que no voy a detallar.
Hubo un momento en que si
colapsé, creo que fue justamente el día antes de dar a luz y fue justo ese
colapso el que motivó que iniciara a escribir este post esa madrugada. Por un
lado, tenía a todo el mundo queriendo que Giulia llegue, a Alberto que todos
los días preguntaba en las mañanas y en cada llamada “¿ya?” (las preguntas de
Alberto no me estresaban, entendía perfectamente su emoción/desesperación). Por
otro lado, me tenía a mí que, aunque no estaba desesperada aún, si estaba
pendiente de “sentir” (como si uno tuviera que estar pendiente para sentir las
contracciones…son bastante claras la verdad…pero en ese momento, no sabía si
las iba a saber reconocer). Encima, estaba teniendo preocupaciones y motivos de
estrés que no tendría por qué haber tenido. En ese momento, lo único en lo que
tendría que haber estado pensando es en mí y en estar tranquila. Sin embargo,
no era mi caso, motivos externos me estaban haciendo plantearme una inducción
que yo no quería, sólo para que el parto no se siga atrasando. Además, acá como
en la mayoría de países (por lo que escucho de mis amigas) te ponen como límite
la semana 41 para dar a luz y eso también es un generador de estrés porque
muchas inducciones terminan en cesáreas que en otras circunstancias no hubieran
sido necesarias (más aún en mi caso que, como ya dije, no había hecho mucho
progreso con la dilatación ni con nada) y yo no quería eso así que, aunque
estaba feliz y muy cómoda con mi panza, de alguna manera, uno empieza a querer
dar a luz, sólo para evitarse una inducción que pueda terminar en la sala de
operaciones.
Estando así las cosas, ese día,
saliendo del hospital de mi chequeo diario (esa vez fui sola porque luego tenía
un desayuno con unas amigas), me eché a llorar y caminé y caminé (a ver si de
paso la caminata ayudaba) en el frío hasta que se me pasara. Además de todo lo
que me estresaba, en ese momento ya el sólo hecho de ir al hospital me deprimía
(y eso esto era medio irracional pero así lo sentía) porque nunca cambiaba nada,
siempre mi cuello del útero estaba igual -aunque yo sabía que eso no significa
nada y q igual podía dar a luz de un momento a otro-, siempre el monitor
marcaba que no habían contracciones…como que psicológicamente empezaba a
necesitar ver que algo se estaba moviendo. Para remate, habíamos llegado al
punto en que yo era la única embarazada que iba todos los días al hospital. Hasta
unos días antes eran varias mujeres las que siempre estaban y, aunque no las
conocía y tampoco les había hablado, ya las reconocía. Pero ese día, ya no
había ninguna, sólo quedaba yo, todas habían ya dado a luz (¡cuatro de ellas el
12.12.12, qué coincidencia!) y eso me estresó más.
Por otro lado, por ratos me preguntaba si no estaba siendo irracional estresándome por la inducción que no quería. Me ponía a pensar que hasta hacía seis meses antes de parir no sabía nada de todo lo que sabía en ese momento ni me importaba tanto lo de las inducciones, episiotomías, epidurales y demás. Me decía “si no me importaba antes debería ya mandar todo al cacho y pedir que me induzcan y ya”, pero luego pensaba que no, que todo lo que quería en ese momento –un parto natural, no medicalizado salvo que fuera realmente necesario- era el resultado de todo un proceso de aprendizaje y de un camino todo mío de varios meses que no tenía por qué dejar de lado. Tenía que ser Giulia y/o la naturaleza, la que decidiera cómo y cuándo iba a convertirme finalmente en mamá y no yo tomando decisiones que no quería solamente motivada por el estrés de factores externos, que nada tenían que ver con el embarazo en sí mismo. Y así fue… y estoy feliz de que así fuera aunque, como era de esperarse, no todo pasara exactamente como lo planeé…
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