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sábado, 22 de septiembre de 2012

Anidando (otra vez).


Hace casi exactamente un mes nos mudamos a nuestro departamento nuevo y junto con la mudanza llegó un repentino impulso por limpiar y arreglar todo lo que encontraba en mi camino. No sé si fue la emoción del nuevo hogar o si es verdaderamente el llamado instinto de anidamiento pero la realidad es que las semanas siguientes a nuestro cambio de departamento he estado hecha una total ama de casa, casi compulsiva.

Para ser sincera, de los quehaceres domésticos, el que menos me gusta es limpiar. Puedo lavar, planchar, cocinar y lavar platos sin ningún problema pero limpiar es una cosa que no me gusta para nada y, por lo general, doy mil vueltas y busco mil excusas antes de empezar a hacerlo (para luego darme cuenta que en verdad no me demora tanto ni es tan difícil y pesado y prometerme que la próxima vez lo haré sin tantos rodeos… y la siguiente vez me hago las mismas bolas otra vez…y así sucesivamente). Sin embargo estas últimas semanas (con excepción de unos cuantos días, luego les cuento por qué),  he estado llena de energía (más que de costumbre diría), haciendo todo más feliz que nunca. Casi podría decir que disfrutaba planchando y hasta limpiando.

En estos días, he lavado todo lo que se me ha cruzado (incluyendo todos los peluches  -que no son e Giulia sino míos-, alfombras de baño, es más, poco me faltó para meter en  la lavadora también a Alberto),  he colgado cuadros como loca (sin esperar a que llegue Alberto para ayudarme), al punto que casi rompo dos por desesperada (justamente por no esperar a Alberto), he comprado todas las pequeñas cositas que siempre hay pendientes en una casa, desde un martillo (porque si no no podía colgar mis cuadros) hasta las telitas que se ponen debajo de las patas de las sillas para que no suenen cuando se mueven. Me paseé por todas las tiendas de niños (si, otra vez) y por sus versiones online para buscar la cuna que mejor quedaba en el cuarto de Giulia (mejor dicho que entrara) e ir viendo qué decoración le iba a poner. He estado imparable… con excepción de los días siguiente al “incidente de la cuna”.

Como dije, una de las cosas que ocupaban mis días (eso pasa cuando una no trabaja) era la búsqueda de una cuna práctica y bonita que al mismo tiempo entrara en el reducido espacio del cuarto de Giulia. La parte de la practicidad era fundamental porque por las dimensiones del cuarto, no van a poder entrar muchos muebles. Así encontramos una cuna que ya venía con cambiador incorporado y que tenía cajones y puertitas para guardar cosas. Justamente por el tema del espacio (y como consecuencia de mi repentino interés por todo lo doméstico), medí el cuarto de la bebe “n” veces y desde todos los ángulos (y no sólo el cuarto de la bebe, me la he pasado midiendo toda la casa, mi metro se ha vuelto mi mejor amigo, de hecho hasta lo tenía en mi cartera) para asegurarme que la cuna entrara (para ver si pasaba por las puertas, si se podía traer ya medio armada, etc.)…y, según yo, entraba, con las justas pero entraba.

Con la seguridad que me daba mi huincha, compramos la cuna. Cuando vinieron a ponerla, los señores de la mudanza, a la hora de armarla, me dijeron que no entraba donde yo decía y, como yo ya estaba molesta con ellos porque habían sido un desastre (me arañaron la puerta, no protegían la cuna al momento de armarla, etc.), les dije que la armaran donde quisieran pensando en que luego Alberto y yo la poníamos donde queríamos. Grande fue mi sorpresa/desilusión/trauma cuando nos dimos cuenta que la cuna no la podíamos girar sin desarmarla por el poco espacio del cuarto, por la presencia de la calefacción en un lado de la pared y, sobre todo, por el techo mansarda de la casa que, por su inclinación, no deja que la cuna de la vuelta. En ese momento casi colapsé, es más, sin casi, colapsé. Me entró el pánico de que quizás había medido mal y que, si en verdad había medido mal, la cuna no servía para ese cuarto y había que venderla (les juro que no era capricho ni irracionalidad de embarazada, en serio, la cuna no tenía sentido en ninguna otra posición que la que yo decía). Al final, la aventura de la cuna concluyó conmigo cerrando la puerta del cuarto de Giulia, deprimida en mi cuarto, tristísima porque soy una burra que no sabe medir y porque por eso la cuna no entraba (lo admito, hasta lloré de pena).

La parte que si reconozco fue un poco irracional fue que no quise abrir la puerta del cuarto de Giulia por una semana, de hecho, creo que fueron 10 días. No quería ver la cuna en el lugar que no era ni volver a medir el cuarto para no saber si en verdad me había equivocado o no (yo la verdad veía poco probable haberme equivocado luego de haber medido TANTAS veces, tendría que de verdad haber sido bien burra). La cuna casi se volvió un tema tabú (aunque Alberto de vez en cuando se burlaba de mí y de mis habilidades de “medidora” de espacios) y lo borré de mi mente por varios días (ya ni mis amigas me preguntaban por la cuna). Lo que si hice ni bien se fueron los chicos que la armaron fue quejarme con su jefe por el pésimo servicio, contándole lo que había pasado a lo que él se ofreció a mandarme, cuando yo quisiera, a dos chicos para que me la desarmen y vuelvan a armar donde yo quiera (porque además, la habían armado mal).

La famosa cuna

Al final, luego de 10 días y con un viaje a Italia de por medio, volví a abrir la puerta y Alberto y yo (justo para tener un testigo) medimos juntos el cuarto y decidimos que efectivamente la cuna entraba y llamamos para que nos la vuelvan a acomodar. ¿Y qué creen? ¡Pues que la cuna entró (por literalmente un centímetro, pero entró)! Les juro que, aunque ya luego de medir el espacio con Alberto me había vuelto un poco el ánimo doméstico y ya había empezado a limpiar otra vez, sólo volví a ser una mujer verdaderamente feliz cuando los señores me dijeron que la cuna entraba y me pidieron disculpas (otra vez) por el mal servicio que me habían dando antes. Desde ese momento volví a entrar en “modo anidación” y otra vez no he parado de hacer cosas (ni de planear las cosas que haré la semana próxima).

Es curioso como la naturaleza sabiamente te da las fuerzas, las ganas y la energía necesarias para hacer todo lo que tienes que hacer para que todo esté listo para la llegada de un hijo. Yo se que aún falta para la llegada de Giulia y de hecho hasta me han dicho que por qué me apuro si todavía me queda tiempo. Y es cierto, todavía hay tiempo, pero la realidad es que prefiero avanzar lo más posible ahora que puedo porque nadie sabe cómo serán los últimos meses (de hecho sólo faltan dos y medio), ni cómo me sentiré, ni si estaré muy pesada y lenta o muy cansada o hasta quizás con dolores de espalda. Por otro lado, como me dijo una amiga, hay tantas cosas que están fuera de mi control al final del embarazo, -como por ejemplo el momento en el que daré a luz, la duración del parto e incluso muchas de las pocas cosas que sé que quiero en el día del nacimiento de Giulia pueden no salir como me gustaría (como que el parto natural se convierta en cesárea o que no pueda hacer todas las cosas que he aprendido en mi clase de yoga para ayudar con las contracciones porque me tengan que poner algún medicamento, etc.)- que al menos estas que puedo controlar y que dependen de mi, quiero hacerlas bien y como me gusta (y soy completamente consciente de que todas estas cosas que puedo controlar son más para mí que para Giulia porque definitivamente ella no se acordará de cómo era su cuarto cuando nació ni si tenía cenefa rosada o móvil colgando de su cuna).

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