Hace casi exactamente un mes nos mudamos a
nuestro departamento nuevo y junto con la mudanza llegó un repentino impulso
por limpiar y arreglar todo lo que encontraba en mi camino. No sé si fue la
emoción del nuevo hogar o si es verdaderamente el llamado instinto de
anidamiento pero la realidad es que las semanas siguientes a nuestro cambio de departamento
he estado hecha una total ama de casa, casi compulsiva.
Para ser sincera, de los quehaceres domésticos,
el que menos me gusta es limpiar. Puedo lavar, planchar, cocinar y lavar platos
sin ningún problema pero limpiar es una cosa que no me gusta para nada y, por
lo general, doy mil vueltas y busco mil excusas antes de empezar a hacerlo
(para luego darme cuenta que en verdad no me demora tanto ni es tan difícil y
pesado y prometerme que la próxima vez lo haré sin tantos rodeos… y la
siguiente vez me hago las mismas bolas otra vez…y así sucesivamente). Sin
embargo estas últimas semanas (con excepción de unos cuantos días, luego les
cuento por qué), he estado llena de
energía (más que de costumbre diría), haciendo todo más feliz que nunca. Casi podría
decir que disfrutaba planchando y hasta limpiando.
En estos días, he lavado todo lo que se me ha
cruzado (incluyendo todos los peluches -que
no son e Giulia sino míos-, alfombras de baño, es más, poco me faltó para meter
en la lavadora también a Alberto), he colgado cuadros como loca (sin esperar a
que llegue Alberto para ayudarme), al punto que casi rompo dos por desesperada
(justamente por no esperar a Alberto), he comprado todas las pequeñas cositas
que siempre hay pendientes en una casa, desde un martillo (porque si no no
podía colgar mis cuadros) hasta las telitas que se ponen debajo de las patas de
las sillas para que no suenen cuando se mueven. Me paseé por todas las tiendas
de niños (si, otra vez) y por sus versiones online para buscar la cuna que
mejor quedaba en el cuarto de Giulia (mejor dicho que entrara) e ir viendo qué
decoración le iba a poner. He estado imparable… con excepción de los días
siguiente al “incidente de la cuna”.
Como dije, una de las cosas que ocupaban mis
días (eso pasa cuando una no trabaja) era la búsqueda de una cuna práctica y
bonita que al mismo tiempo entrara en el reducido espacio del cuarto de Giulia.
La parte de la practicidad era fundamental porque por las dimensiones del
cuarto, no van a poder entrar muchos muebles. Así encontramos una cuna que ya
venía con cambiador incorporado y que tenía cajones y puertitas para guardar
cosas. Justamente por el tema del espacio (y como consecuencia de mi repentino
interés por todo lo doméstico), medí el cuarto de la bebe “n” veces y desde
todos los ángulos (y no sólo el cuarto de la bebe, me la he pasado midiendo
toda la casa, mi metro se ha vuelto mi mejor amigo, de hecho hasta lo tenía en
mi cartera) para asegurarme que la cuna entrara (para ver si pasaba por las
puertas, si se podía traer ya medio armada, etc.)…y, según yo, entraba, con las
justas pero entraba.
Con la seguridad que me daba mi huincha,
compramos la cuna. Cuando vinieron a ponerla, los señores de la mudanza, a la
hora de armarla, me dijeron que no entraba donde yo decía y, como yo ya estaba
molesta con ellos porque habían sido un desastre (me arañaron la puerta, no
protegían la cuna al momento de armarla, etc.), les dije que la armaran donde
quisieran pensando en que luego Alberto y yo la poníamos donde queríamos.
Grande fue mi sorpresa/desilusión/trauma cuando nos dimos cuenta que la cuna no
la podíamos girar sin desarmarla por el poco espacio del cuarto, por la
presencia de la calefacción en un lado de la pared y, sobre todo, por el techo mansarda
de la casa que, por su inclinación, no deja que la cuna de la vuelta. En ese
momento casi colapsé, es más, sin casi, colapsé. Me entró el pánico de que
quizás había medido mal y que, si en verdad había medido mal, la cuna no servía
para ese cuarto y había que venderla (les juro que no era capricho ni
irracionalidad de embarazada, en serio, la cuna no tenía sentido en ninguna
otra posición que la que yo decía). Al final, la aventura de la cuna concluyó conmigo
cerrando la puerta del cuarto de Giulia, deprimida en mi cuarto, tristísima porque soy una burra que no sabe medir y porque por eso la cuna no entraba (lo admito, hasta lloré de pena).
La parte que si reconozco fue un poco
irracional fue que no quise abrir la puerta del cuarto de Giulia por una
semana, de hecho, creo que fueron 10 días. No quería ver la cuna en el lugar
que no era ni volver a medir el cuarto para no saber si en verdad me había
equivocado o no (yo la verdad veía poco probable haberme equivocado luego de
haber medido TANTAS veces, tendría que de verdad haber sido bien burra). La
cuna casi se volvió un tema tabú (aunque Alberto de vez en cuando se burlaba de
mí y de mis habilidades de “medidora” de espacios) y lo borré de mi mente por
varios días (ya ni mis amigas me preguntaban por la cuna). Lo que si hice ni
bien se fueron los chicos que la armaron fue quejarme con su jefe por el pésimo
servicio, contándole lo que había pasado a lo que él se ofreció a mandarme,
cuando yo quisiera, a dos chicos para que me la desarmen y vuelvan a armar donde
yo quiera (porque además, la habían armado mal).
La famosa cuna
Al final, luego de 10 días y con un viaje a
Italia de por medio, volví a abrir la puerta y Alberto y yo (justo para tener
un testigo) medimos juntos el cuarto y decidimos que efectivamente la cuna
entraba y llamamos para que nos la vuelvan a acomodar. ¿Y qué creen? ¡Pues que
la cuna entró (por literalmente un centímetro, pero entró)! Les juro que, aunque
ya luego de medir el espacio con Alberto me había vuelto un poco el ánimo
doméstico y ya había empezado a limpiar otra vez, sólo volví a ser una mujer verdaderamente
feliz cuando los señores me dijeron que la cuna entraba y me pidieron disculpas
(otra vez) por el mal servicio que me habían dando antes. Desde ese momento
volví a entrar en “modo anidación” y otra vez no he parado de hacer cosas (ni
de planear las cosas que haré la semana próxima).
Es curioso como la naturaleza sabiamente te da
las fuerzas, las ganas y la energía necesarias para hacer todo lo que tienes
que hacer para que todo esté listo para la llegada de un hijo. Yo se que aún
falta para la llegada de Giulia y de hecho hasta me han dicho que por qué me
apuro si todavía me queda tiempo. Y es cierto, todavía hay tiempo, pero la realidad
es que prefiero avanzar lo más posible ahora que puedo porque nadie sabe cómo
serán los últimos meses (de hecho sólo faltan dos y medio), ni cómo me sentiré,
ni si estaré muy pesada y lenta o muy cansada o hasta quizás con dolores de
espalda. Por otro lado, como me dijo una amiga, hay tantas cosas que están
fuera de mi control al final del embarazo, -como por ejemplo el momento en el
que daré a luz, la duración del parto e incluso muchas de las pocas cosas que
sé que quiero en el día del nacimiento de Giulia pueden no salir como me
gustaría (como que el parto natural se convierta en cesárea o que no pueda hacer
todas las cosas que he aprendido en mi clase de yoga para ayudar con las
contracciones porque me tengan que poner algún medicamento, etc.)- que al menos
estas que puedo controlar y que dependen de mi, quiero hacerlas bien y como me
gusta (y soy completamente consciente de que todas estas cosas que puedo
controlar son más para mí que para Giulia porque definitivamente ella no se
acordará de cómo era su cuarto cuando nació ni si tenía cenefa rosada o móvil
colgando de su cuna).
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